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dilluns, 24 de febrer del 2014

Pendientes de la aprobación social. Xavier Guix. El País.

Dejar de ser quienes somos para ser aceptados tiene costes personales excesivos
El precio a pagar acaba siendo desconectar con uno mismo y cargarse de obligaciones
Suele ser común escuchar decir a la gente que los demás no les importan. Que se rigen por sus propios criterios, que cada uno es como es y que nadie les impide hacer lo que desean hacer. No obstante, como observador de la conducta humana, creo que eso es lo que quieren creer, y lo que quieren que los demás crean de ellas. En realidad, lo dicen justamente porque los tienen en cuenta.

Nadie existe sin entrelazar su vida. Nadie vive completamente por sí mismo aunque viva aislado. En nuestras mentes están los demás, están los fenómenos que nos envuelven, están los recuerdos y las proyecciones, está lo cercano y está lo trascendente. Todo es interser, como diría el maestro zen Thich Nhat Hanh. La existencia se basa en la interrelación de todo lo que habita en ella. Por eso somos seres entrelazados. Vivamos solos o en comunidad, el otro está ahí siempre presente.

Aceptar nuestra vulnerabilidad en lugar de tratar de ocultarla es la mejor manera de adaptarse a la realidad". (David Viscott)
La alteridad se expresa en dos formatos: El otro como ajeno (alius) o el otro como misterio (alter). El primero crea incomodidad, inquieta o puede llegar a ser un estorbo. El segundo libera del egocentrismo, abraza la curiosidad de descubrir a una persona y encontrarnos a la vez a nosotros mismos. Sin embargo, la presencia de ese individuo, o del grupo, la tribu, la familia, la comunidad, la sociedad, se convierte en un difícil ejercicio entre ser uno mismo y serlo con los demás.
El jesuita Javier Melloni expresa los tres tiempos de la alteridad, que consisten en el tránsito entre el “estar en casa”, el “salir de casa” (o el encuentro con el desconocido que brinda la oportunidad de engrandecernos a través del diálogo) y el “regreso a casa” (el que vuelve ya no es el que se fue). Cada encuentro es trasformativo, impacta en nuestra sensibilidad, mente y corazón. Puede ocurrir también que sea un desencuentro, un desengaño, un aprendizaje que condicione el futuro de nuestras relaciones.
Al hacernos con los demás tendemos a tres conductas defensivas ante el miedo a no encajar o, por el contrario, ante el temor a quedar diluidos entre los prejuicios sociales y los intereses ajenos. O bien nos adaptamos en exceso, o nos rebelamos ante todo, o quedamos encerrados en nuestro cascarón procurando no molestar al mundo ni que el mundo nos moleste. Son intentos fallidos de una adaptación natural, es decir, la que mantiene un sano equilibrio entre vivir y dejar vivir. Entre ser uno mismo sin dejar de serlo ante los demás y, a la vez, reconociendo a los demás en lo que son.
De estas tres formas reactivas, la persona que tiende a adaptarse con desmesura a los demás, a las normas, a las exigencias del contexto, a lo conveniente, es la que busca afanosamente su aprobación, la que mantiene la expectativa de sentirse aceptada, reconocida, perteneciente, amada incluso. Es su compensación por tanta entrega. El precio a pagar, sin embargo, acaba siendo la desconexión consigo misma, los desengaños de los demás y cargarse de obligaciones.
Las personas que buscan aprobación viven divididas entre sus intereses y los ajenos. Les sabe mal decir que no. Se obligan a ser complacientes o al menos cumplidoras, dignas de confianza, meticulosas y eficientes. Temen el error o los juicios equivocados y valoran en exceso los aspectos de sí mismas que se relacionan con la disciplina, la perfección y la lealtad.
Es un malvivir entre el deseo propio y la culpa de sentir impulsos prohibidos. La necesidad de ser y la rabia por no permitírselo (tendría que haber dicho, tendría que haber hecho). El resultado final de todo este desaguisado tiene tres aspectos a considerar. El primero es un estado profundo de tristeza y de agresión a sí mismas. Se autoculpan y a la vez se apenan de ser como son por su propia rigidez. Esa vida interior se oculta por vergüenza, mostrando hacia fuera un aspecto de “todo está bien”. La mayoría de sus sentimientos están bajo control.
El segundo aspecto es la dificultad de la persona en definirse por sí misma. Acostumbrada a tener tan en cuenta a los demás, desatiende sus propias necesidades al extremo que desconoce lo que realmente la complace. La desconexión interior que sufre la desarma emocionalmente. Lo vive todo para lograr una buena opinión de los demás, se da forma solo a través de normas, programaciones de tiempo y jerarquías. Su obstinación y su indecisión ante cambios inesperados las adentra en una personalidad obsesiva.

En esta vida, la primera obligación es  ser totalmente artificial. La segunda todavía nadie la ha encontrado. Oscar Wilde.
El tercer aspecto tiene que ver con el paso del tiempo. Si no han logrado reconectarse y atender sus propias necesidades, llegará un día en el que van a preferir estar solas, aisladas, ocupadas de sí mismas, pero a escondidas, porque la mera presencia de los demás, incluso de su propia familia, las obliga. Se han acostumbrado tanto a cumplimentar que ya no saben hacer otra cosa. Por eso prefieren cierta soledad, para no sentirse obligadas. Ante la presencia de los demás no saben hacer otra cosa que interesarse por sus necesidades y atenderlas si es posible. No han aprendido a afirmarse a sí mismas, a poner límites, a defender sus intereses, a mostrarse flexibles y a romper algunas reglas. Lo resuelven desapareciendo.
Superar la aprobación social, al igual que cualquier aspecto disfuncional de nuestra vida, pasa por el autoconocimiento y el proceso de hacerse individuo, de devenir uno, indivisible, íntegro en lugar de disociado y fragmentado. Se conoce que muchas personas adaptativas en exceso han sido coaccionadas e intimidadas, fundamentalmente en la familia, para aceptar las demandas y los juicios impuestos por los demás. Sus formas de actuar, prudentes, controladas y perfeccionistas, derivan de un conflicto entre la hostilidad hacia los demás y el miedo a la desaprobación social. La forma en la que resuelven el conflicto consiste en suprimir su resentimiento, manifestando un conformismo excesivo y exigiéndose mucho a sí mismas y también a los demás.
¿Qué hacer entonces con toda esa ira, ese resentimiento acumulado? Ahí es donde reside el éxito del proceso de hacerse indivisible, es decir, en la capacidad de integrar esas partes ocultas. Es un trabajo constante de aprender a afirmarse sin necesidad de mostrarse, ni reactivamente, ni con complacencia. Aprender a no cargarse de obligaciones innecesarias, solo por el qué dirán, o por quedar bien, o porque sabe mal. Aprender a ser más flexibles, a definirse por sus propios gustos y necesidades, más que por hacerlo todo “pluscuamperfecto”.

Solo aquello que uno ya es tiene poder curativo". (Jung)
No obstante, el aprendizaje más difícil de todos será contactar con esas sombras emocionales tan temidas. Hay que desvelar las creencias y los miedos ocultos que las sostienen. Sin entrar ahí, difícilmente podrá haber integración. Muchas personas creen que si sueltan la rabia, el resentimiento o la ira, provocarán una avalancha sobre los demás de consecuencias indescriptibles. Se trata de un temor infundado porque en realidad ocurre todo lo contrario: la persona queda liberada. Desahogar las emociones forma parte de tenerlas.

En cambio, lo inhumano es tragárselas, dejar que se conviertan en tóxicas o expulsarlas agrediendo a los demás. Toda emoción trae consigo información sobre nosotros y sobre el medio. No la podemos desaprovechar. Otra cosa es cómo la gestionamos, cómo la comunicamos asertivamente. Cuando somos capaces de hacerlo así, se produce un milagro: allá donde creíamos que nos despreciarían, nace el respeto y la dignidad.

GANARSE EL RESPETO
‘Hacia un tiempo de síntesis’. Javier Melloni. (Fragmenta Editorial)
‘Las relaciones entre el yo y el inconsciente’. C. G. Jung. (Paidós)
‘La ira: el dominio del fuego interior’. Thich Nhat Hanh. (Oniro)

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