Palabras, imágenes, canciones, emociones que nos acompañan en nuestro camino.


divendres, 17 d’octubre del 2014

Los excesos del optimismo naif. Luis Muiño. La Vanguardia.

¿De dónde viene la idea de que ser optimista nos va a llevar a la felicidad? A veces creemos -o nos hacen creer- que todo nos saldrá perfecto estando alegres y siendo vitalistas
El eminente médico estadounidense Samuel A. Cartwright, miembro de la Louisiana Medical Association, escribió en 1851 un famoso artículo en el que intentaba encontrar soluciones a un problema que aquejaba a un determinado segmento de la población. Etiquetó el fenómeno como drapetomanía. Aquellos a los que aplicó este diagnóstico tenían síntomas preocupantes, como el hecho de experimentar sentimientos en contra de su papel vital y oponerse con actitud retadora a aquellos que intentaban recordárselo. Los afectados por ese síndrome eran incapaces de afrontar con alegría su día a día. Y podemos suponer que no conseguían animarse con mensajes del tipo: “No importa la vida que estoy viviendo: mi estado de ánimo depende sólo de mi actitud positiva”.
El preocupante resultado final era que los esclavos aquejados por esta enfermedad mental intentaban escapar a territorios abolicionistas para ser libres. En palabras de Cartwright, “la causa que induce al negro a evadirse del servicio es tanto una enfermedad de la mente como otras especies de alienación mental (…) curable por regla general con las ventajas de un consejo médico adecuado”. La medicina mental que prescribe este doctor para los esclavos afectados por drapetomanía podría ser suscrita por cualquier manual actual de coaching empresarial buenrollista que diría: “Si su dueño o capataz es bondadoso y misericordioso al escucharle, aunque sin condescendencia, y al mismo tiempo le suministra sus necesidades físicas y lo protege de los abusos, el negro queda cautivado y no puede escapar”.
La tristeza, la ira, el temor, el cinismo y el comportamiento retador son fenómenos psicológicos que nos ayudan a cambiar lo que no funciona en nuestras vidas. Los sentimientos negativos, las emociones que no aceptan lo que está ocurriendo, han servido al ser humano para variar el rumbo de los acontecimientos. Si lo que ocurre no nos gusta, experimentamos tristeza, miramos hacia otro lado y buscamos otros caminos. Cuando sentimos ira y lo decimos, aquellos que nos humillan se alejan de nosotros o, por lo menos, empiezan a respetarnos. Y tener miedo nos sirve para no meternos en líos de los que saldremos mal parados. La negatividad es el principio del cambio.
Lo que sucede es que vivimos una etapa de positivismo naif, en la que está mal visto enfadarse o decir que algo es, sin lugar a dudas, malo para nosotros. Cuando adoptamos estas actitudes que hemos mencionado, los libros de autoayuda o las personas cercanas que los han interiorizado nos dirán aquello de “hay que ser siempre positivos y tener esperanza de que las cosas cambien”; o aquello otro de “siempre se saca algo bueno de cualquier situación”; o incluso “lo importante es el estado de ánimo interior, no lo que está pasando”. La frontera entre estos consejos y la actitud de esclavo sumiso que quería conseguir Samuel Cartwright es excesivamente sutil.

¿De dónde viene la idea de que ser optimista en todo momento nos va a llevar a la felicidad? El psicólogo Giorgio Nardone, en su libro Psicotrampas (Planeta de los libros), aventura una hipótesis: tenemos en mente una especie de ley de atracción que nos hace creer que estando alegres y vitalistas aumentaremos las probabilidades de sucesos positivos. Es la misma razón por la que los hombres del Paleolítico creyeron que pintando mamuts y bisontes sería más probable que estos aparecieran a la salida de la cueva y se dejaran cazar. Y el mismo argumento que usaban los anonadados por la new age cuando afirmaban que siendo buenos con los demás atraeríamos un buen karma y la gente se portaría bien con nosotros.
Esa ley de atracción es completamente contraria a la experiencia. Creer que nuestra generosidad puede lograr que los que nos rodean se porten de forma magnánima con nosotros es como pensar que, por ser vegetarianos, el tigre que tenemos delante no nos va a comer. Por otra parte, todo el mundo sabe que si le hacemos muchos favores a una persona lo único que conseguimos es que se acuerde de nosotros… la próxima vez que necesite ese favor. Y para cualquier persona sensata es obvio que si ponemos al mal tiempo buena cara (en vez de entristecernos y volver a por un paraguas) solo lograremos mojarnos.
Por eso Nardone, una persona con décadas de experiencia en psicoterapia, arremete en su libro contra esa filosofía estadounidense del “piensa en positivo y todo irá bien”. Él nos recuerda algo que todos los terapeutas hemos comprobado: cuando se le dice a una persona deprimida que intente pensar de forma optimista lo único que se consigue es acentuar su estado melancólico. En los momentos de tristeza, la mente aumenta su tendencia a funcionar por comparación con el resto de seres humanos. Tratar de pensar de forma positiva y no lograrlo cuando vemos que otras personas sí lo consiguen nos hace sentirnos peor de lo que estábamos. De hecho, ésta es ya, de por sí, una sensación que agobia a todas las personas que se sienten mal: la imposibilidad de acceder al país del bienestar. Las llamadas al pensamiento positivo solo sirven para incidir en el problema.

¿De dónde viene entonces la idea popular de que la mente optimista aporta felicidad? En gran parte, de una confusión de causas y efectos. Vemos a personas con tendencia al pensamiento eufórico a las que parece que les está yendo muy bien. Y deducimos que su bienestar vital se debe a su propensión a estar alegres y esperanzados. Aunque la hipótesis más sencilla es la contraria: son positivos porque la vida les sonríe. Nos gustaría pensar que “tenemos suerte porque tenemos buen estado de ánimo” pero en gran parte de los casos funciona al contrario: “tenemos buen estado de ánimo mientras tenemos suerte”.
La reacción de los paladines de los libros de autoayuda cuando la vida les viene mal dada nos debería alertar sobre nuestra tendencia a confundir causas y efectos. En los momentos en que esos gurús deberían demostrar el potencial del optimismo cándido, su sistema mental se desmorona. Peter Washington, por ejemplo, nos instruye en su corrosivo libro El mandril de Madame Blavatsky (Destino) sobre el nivel verdulero y los insultos hirientes que gastaban algunos de los fundadores de la espiritualidad buenrrollista moderna (Madame Blavastky, Krish-namurti, Annie Besant,…) cuando las cuestiones económicas les agobiaban. Y otro ejemplo: cuando la escritora de libros de autoayuda Choi Yoon-Hee –aclamada mundialmente como la Sacerdotisa de la felicidad después de sus veinte obras y varios programas de televisión sobre la esperanza y el optimismo– empezó a sufrir de problemas de salud, se ahorcó en la habitación de un motel con su marido.
Estas reacciones no son sorprendentes: el excesivo narcisismo que propugnan estos libros poblados de llamadas a los automensajes fantasiosos tipo “soy una persona maravillosa”, “puedo conseguir todo lo que quiera”, “mis capacidades son extraordinarias”, etcétera puede tener un efecto perjudicial en muchas personas. Por una parte, a las excesivamente narcisistas les fomenta la carencia de un plan B: si uno desconoce sus vulnerabilidades, acaba chocando contra ellas. Por otro lado, a las personas inseguras que atraviesan momentos difíciles de la vida les hace sentirse más indefensos. Es lo que mostró una investigación de los psicólogos Elaine Perunovic de la Universidad de New Brunswick y Joanne V. Wood y John W. Lee de la Universidad de Waterloo (EE.UU.). En este experimento pedían a dos grupos de personas (uno compuesto de individuos con muy buena autoimagen, otro de gente con autoestima baja) que repitieran una frase clásica del positivismo naif: “Soy una persona encantadora”. Después, evaluaron el estado anímico de los participantes. Y comprobaron que el segundo grupo, los individuos con mal auto-concepto de sí mismos, se sintieron mucho peor que antes de empezar la investigación. Al igual que nos ocurre cuando nos hacen alabanzas irreales que nos suenan a compasión y nos entristecen, a las personas que viven un momento de baja autoestima la repetición de frases del tipo “me acepto por completo tal como soy” o “estoy completamente conforme conmigo mismo”, les confronta con el hecho de que son incapaces de autoengañarse.

De hecho, el supuesto efecto benéfico tampoco se produjo en el primer grupo, que solo mejoró ligeramente su estado de ánimo durante unas horas. Pero quizás lo más interesante de esta investigación es que mostró el poder potencial del que podríamos denominar Pensamiento negativo. Cuando los psicólogos permitieron a los participantes de autoestima baja expresar sus pensamientos negativos de ira, de tristeza o de ansiedad ante el futuro, mejoró su estado de ánimo. La escritora Susan Sontag trató de narrar, hace décadas (en otra época de enaltecimiento del pensamiento naif) la cárcel psíquica que supone ese ambiente social que coarta la expresión de la ira y la tristeza. En su libro La enfermedad y sus metáforas explicó lo que le supuso padecer cáncer en una época que consideraba (al igual que parece hacerlo la actual) que las enfermedades no son más que una manifestación de los problemas del espíritu. Susan Sontag cuenta en su libro el sentimiento de impotencia que produjo en ella creer en una teoría que decía que podía salvar su vida si curaba su mente. El riesgo de esta brutal sacralización de lo mental es evidente: si creemos que lo psíquico puede controlarlo todo, nos sentiremos frustrados y desbordados continuamente (como le pasó a la escritora) porque chocaremos con circunstancias contra las cuales lo psicológico no tiene nada que hacer.
En una reciente polémica surgida por las críticas metodológicas a una de las principales teóricas del pensamiento positivo, el catedrático de Psicología Marino Álvarez calificaba a esta corriente como una “ciencia sin teoría”. Y en su ensayo Los libros de autoayuda ¡Vaya timo! (Laetoli), el también psicólogo Eparquio Delgado criticaba esta tendencia neoliberal a atribuir el éxito y el fracaso (“esos dos impostores a los que hay que tratar con indiferencia” como nos recordaba Rudyard Kipling) a las acciones y a la forma de pensar de los individuos, olvidando causas externas como las materiales. Para los dos autores, el riesgo es el mismo: si la sociedad nos dice que, cuando sufrimos, es por nuestra actitud, nunca veremos los problemas y es imposible que los cambiemos.
En realidad, en el mundo actual estamos rodeados de personas que se sienten mal porque se esfuerzan demasiado en ser felices. Por eso, muchos terapeutas proponen dar espacio a la infelicidad, dedicando un tiempo acotado cada día a concentrarnos en los problemas que nos hacen sufrir. De esta forma, poniendo toda nuestra tristeza en ese espacio, quedamos luego libres de su efecto paralizador pero conscientes de qué es lo que nos está molestando y queremos cambiar.
El profesor Eric G. Wilson escribió hace unos años un libro provocadoramente titulado Contra la felicidad. En defensa de la melancolía (Taurus). En su ensayo, este indómito autor recordaba que “fue el cavernícola melancólico y retraído que se quedaba atrás y meditaba, mientras sus felices y musculosos compañeros cazaban la cena, quien hizo avanzar la cultura”. El divulgador afirmaba que la musa inspiradora de muchas personas que han hecho avanzar nuestra civilización fue la tristeza. Desde Goya hasta Kurt Cobain, pasando por Beethoven, Proust o Abraham Lincoln, la historia de la sociedad euroamericana se ha fraguado en muchas ocasiones a golpes de melancolía. Algo que ratificarían autores recientes cuyo éxito proviene de una gran crisis. Sería el ejemplo de Sascha Rothchild, que escribió el best seller Cómo divorciarse después de la estrepitosa ruptura de su pareja. O el de Philip Schultz –ganador del premio Pulitzer en el 2008 por su libro de poemas Failure (fracaso). O, sin ir más lejos, el caso de J.K.Rowling, que comenzó la saga de Harry Potter en una etapa de su vida en la que atravesaba una depresión clínica por encontrarse sola con un bebé después de un matrimonio desastroso, sin trabajo, viviendo de un subsidio estatal y cargando con la culpa de haber decepcionado a sus padres que se habían esforzado por pagarle unos estudios de nivel.

Los desequilibrios vitales son momentos de apertura al cambio. Psicólogos, neurólogos, antropólogos y muchos otros especialistas de campos diferentes se unen por ejemplo en los últimos años en torno al concepto de crecimiento post traumático, la idea de que los momentos negativos son, en muchos casos, la antesala de la maduración. Autores como Erik Erikson sostenían ya hace décadas que el ser humano tiene que ir atravesando una serie de etapas para poder dar forma a su personalidad. Esos momentos suponen tensiones inevitables porque se corresponden con elecciones que no podemos obviar. Por ejemplo: en algún momento de la infancia tenemos que empezar a tomar iniciativas con respecto a nuestros padres aunque eso nos genere un sentimiento de culpa. Otra crisis clásica: en la adolescencia tenemos que empezar a fijar nuestra identidad a pesar de que eso nos haga chocar con los demás. Son trances difíciles que merecen la pena, porque intentar eludirlos con autoinstrucciones de libro de autoayuda (“Soy una persona estupenda y todo va a mejorar”) nos haría mucho más infelices.
Pero, para que cualquiera de estos momentos se convierta en una época de revolución vital tenemos que vivirlos sin la anestesia general que parecen proponer los libros de autoayuda modernos. La lucidez, en cualquiera de sus formas, es el primer paso para el cambio vital. El autoengaño solo es útil en el caso (muy poco habitual en el mundo moderno) de que necesitemos resignarnos porque no tenemos control sobre los acontecimientos y no podemos modificarlos.
Un viejo adagio dice que “la felicidad proviene de tener la fuerza necesaria para cambiar aquello que podemos trocar, la paciencia suficiente para sobrellevar lo que no conseguimos transformar y la inteligencia que hace falta para distinguir lo uno de lo otro”. Hoy en día, en la mayoría de los problemas tenemos poder para transformar la situación. Quizás no sea tan mala táctica experimentar malestar emocional, darnos cuenta de que algo falla… y cambiarlo.

Como ilustración, el video que se hizo a partir de Sonríe o muere, el libro de Bárbara Ehreinreich. Un clásico.

1 comentari:

  1. Me parece un post excepcional. Enhorabuena.Cada argumento es sólido y me ha encantado la unión de ellos en este texto.

    ResponElimina